Sammy Davis Jr.

Algún comentarista recordaría después que algunas canciones resultaron difíciles de oír ante la efusividad de los aplausos. En una época en la que las actuaciones duraban una media de cuarenta y cinco minutos, Sammy Davis Jr. se mantuvo en el escenario cerca de dos horas. Morty Stevens hizo que la banda vibrase en los swings, y la controló hasta el intimismo en las baladas. Y Sammy brillaba. Estaba entusiasmado, y con cada nota, cada paso de baile, demostraba que era uno de los hombres con más talento sobre la faz de la tierra. Cuando concluyó 'The birth of the blues', alguna silla cayó al suelo. El público no podía permanecer sentado ante el coraje y la profesionalidad de aquel joven entregado. Parecía tocado por la mano de Dios. Tal vez tuviese algo que ver aquella nueva estrella de David que lucía orgulloso colgada al cuello. “Gracias por el regalo”, le gritó desde el escenario a Eddie Cantor. 


Provocó dolores de estómago con las carcajadas inevitables ante sus elogiadas imitaciones. Si se cerraba los ojos, parecía que realmente era Frank Sinatra el que estaba entonando 'Road to Mandalay', y súbitamente, una voz chillona fraseaba 'Rock-a-by my baby'; sin duda, era Jerry Lewis. Buena parte de los actores y cantantes a los que robaba la voz y los gestos estaban allí presentes, y les encantaba verse reflejados en la bondad de Sammy. El ambiente era tan espléndido que el cantante incluso se permitió hacer una exhibición de su destreza para desenfundar un viejo Colt 45. Sammy era un enamorado de la mitología del Salvaje Oeste, y desenfundar el revólver se había convertido en una de sus grandes aficiones. El público lo sabía, y consciente de sus habilidades, estaba seguro de que también eso sería un espectáculo. No se equivocaban. ¿Cuándo se había visto a alguien bailar claqué con la destreza de Fred Astaire al tiempo que hacía malabarismos como aquellos con los revólveres?

Cuando Sammy anunció el número final, tras un 'When I fall in love' que hubiese hecho palidecer al mismísimo Nat King Cole, comenzaron a sonar las notas del clásico de Johnny Mercer 'That old black magic'. Morty Stevens, clarinetista y director de orquesta habitual de Sammy, puso sobre aviso a sus músicos. Llegaba el momento álgido. Empapado en sudor, con la camisa abierta y el parche bien ajustado a su ojo, cantó la canción, bailó la canción, y se desvivió en el interludio musical en el que tocó la trompeta, el vibráfono y el piano, antes de concluir con un apoteósico solo de batería. Era, literalmente, un hombre espectáculo. 


George Schlatter, el dueño del club Ciro’s, en Sunset Strip, no recordaba una noche como la de aquel 11 de enero de 1955. Todo el mundo estaba allí. Desde el matrimonio Bogart a Cary Grant, Edward G. Robinson, James Stewart, Spencer Tracy o Dean Martin. Algunos, como Frank Sinatra y un grupo de amigos, habían cogido un avión desde Las Vegas expresamente para ver el espectáculo. Eran conscientes de que el show no tendría desperdicio, como siempre, pero más importante aún era demostrarle su apoyo al pequeño de Sammy. Después de todo, si ya era difícil triunfar en el mundo del espectáculo, ser negro no ponía las cosas nada fáciles. Y perder un ojo en un accidente de coche no auguraba un buen futuro. Sammy, tan agradecido como modesto, concluyó su actuación invitando a subir al escenario a Schlatter y todos los empleados del Ciro’s, era su forma de reconocer la oportunidad que le habían dado.

Unos meses atrás, 1954 había sido el año de Sammy. En enero había logrado un acuerdo histórico con el hotel Last Frontier, de Las Vegas, para el Will Mastin Trío, del que era la gran estrella. Ningún artista de color antes de ellos había logrado la libertad de movimiento y el trato de igualdad en un casino y un hotel de aquella ciudad. A decir verdad, en pocos locales de Estados Unidos. De hecho, un año después sería inaugurado en la ciudad el Moulin Rouge, destinado a dar cabida a todos los artistas negros a los que no se contrataba en el resto de los recintos de la ciudad. Sin embargo, Sammy logró incluso que le permitiesen utilizar la piscina del hotel (aunque cuando un cliente del Sur le vio, obligó al director a vaciarla y volverla a llenar antes de tomar su baño).
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Justo un mes después, Sammy Davis Jr. firmaba con Decca Records. Tras algunas grabaciones de escasa repercusión en Capitol, como parte del Will Mastin Trío, y ante la popularidad de su trabajo en los recitales, Decca decidió presentarle un contrato con el que el artista también hacía historia. Ningún cantante negro había recibido una suma tan suculenta por sus grabaciones, ni siquiera el venerado Louis Armstrong. Pero quizás la mayor hazaña fue la que aconteció a finales de marzo. El Will Mastin Trío conseguía actuar en el Copacabana de Manhattan, el escenario más importante del show business. Por allí habían pasado, entre otros grandes, Frank Sinatra y Martin & Lewis. A comienzos de los años cuarenta, cuando el trío hacía el número de apertura para la orquesta de Tommy Dorsey y su revolucionario cantante, Frank Sinatra, Sammy y su padre solían pasear por las inmediaciones del Copacabana para ver a aquellos “blancos”, con sus lujosos trajes y rostros altivos, dispuestos a disfrutar de un show hecho por “blancos”. “Algún día actuaremos aquí –le aseguró Sammy a su padre-, y mamá nos estará viendo desde la primera fila. Y beberá champán”. Estaba dispuesto a conseguirlo.